No olvidéis este día




No olvidéis este día. Porque llegarán otros. Llegarán las semanas, los meses. Y os dirán de nuevo que no podéis, que no debéis, que no sabéis. Que no tenéis derechos. Muchos pensarán que la ola desbordada ya ha pasado, y que todo ha vuelto a su lugar, como dios manda. Querrán volver a trataros como un jarrón chino delicado. O como animales indomables pero interesantes para tenerlos en jaula.  Querrán simular que os respetan. Querrán disimular.

Sin percibir quizás que efectivamente el agua siempre encuentra su hueco. Y que si el agua desborda es porque se le habían puesto trabas. Y así, cuesta más o menos, pero el camino del agua es imparable. Y el feminismo se ha colado por las rendijas. Y se ha puesto sobre la mesa política de la mano de la calle y ya no podrán volver a dedicar apenas un minuto a un tema como la violencia de género en un debate político. Ya no se podrá hablar de cuidados sin implicar a los hombres. Ha entrado en los bares, en las escuelas y, sobre todo, en las casas.

Porque, como la democracia, la pelea por la igualdad es diaria. De lo pequeño a lo grande. En la cocina y el dormitorio, en la escuela, en el trabajo, en la calle. Algo real. Cierto.Y quiero creer que vosotras ya lleváis las lentes de género incrustadas, esas que han ido construyendo las que nos han precedido.

Y querrán que os enredéis en el dedo en vez de mirar la luna. Que hagáis un alto en el árbol para no dejaros ver la grandeza del bosque. Pero entonces, habrá un recuerdo en algún cajón de la memoria que os devuelva a este día. Estar detrás de una pancarta más grande que vosotras. Carteles, frases y canciones. Alegría. Lazos morados. El agobio de estar rodeadas de gente y no poder moverse. Un rato a hombros. Un bocadillo de tortilla. Pintura en la cara. La emoción de nuestras mayores. La potencia de las más jóvenes. Y miles de mujeres. Y miles de hombres. Y un padre. Y una madre. Un grito: “no tenemos miedo”. Algo, que cuando menos os lo esperéis, reactive un resorte que os ponga de pie de nuevo. Que os recuerde que “somos”. Que no os deje caer.

Por eso, no olvidéis este día. Porque vendrán más.
(dedicado, como siempre, a mis hijas)

Hoy no me he montado en el tren



Hoy no me he montado en el tren. Pero voy dentro. Es un tren que viaja libre. A ver si le dejan llegar.

Miro entre los asientos del vagón y veo miles de personas que creen que las mujeres nos merecemos otra cosa. Y los hombres. Y nuestros hijos e hijas. Porque frente a los que creen que la mujer debe asumir siempre un mismo papel en la historia, o aquellos que creen que el asunto del aborto es “una cortina de humo” para no hablar de lo importante (“no es que el tema del aborto no sea importante pero…”, dicen), hay un montón de personas montadas en un tren con un montón de apoyos fuera que creemos que la reforma de la ley del aborto es la punta del iceberg de un camino que no se puede desandar. 

Y no es un asunto de derechas, de izquierdas o de centro; no es un asunto, pienso yo, de valorar o no la vida. Estamos hablando de limitar las opciones de las mujeres, de considerarnos dignas de tutoría permanente. Y cansa un poco eso de que al género femenino se nos crea idiota por defecto. O naturalmente sabio para asuntos como la maternidad o la casa. 

Están usando argumentos perversos (ya me he cansado de escribir a Gallardón, no le veo receptivo) cuando olvidan que las mujeres que han tenido una razón para abortar han estado dispuestas a perder la vida por ello. Y las mujeres que han deseado ser madres también. A lo largo de toda la historia. No cuando a los “progres” les ha dado por ahí. Prohibir no siempre mejora la realidad de lo que pasa. Prohibir para esconder no es una buena idea. 

Las mujeres somos personas y luego, si queremos, madres. Y cargamos con todas nuestras decisiones: las buenas, las malas, las regulares, las difíciles, las reflexivas, las inconscientes.

Hoy no me he montado en el tren.  Pero voy dentro. Y le deseo, de corazón, un buen viaje. Porque espero que mis hijas no tengan que subirse a este tren de nuevo para recordar que hay pasos atrás que no se deberían dar.

El día en el que quise cambiar el mundo (a mejor)



Todos queremos cambiar el mundo de vez en cuando. Nos entran arrebatos. De una forma u otra. Cuando el mundo, la verdad, tiene millones de aspectos interesantes y hermosos que deberíamos conservar. Todos queremos cambiar el mundo, porque también está hecho unos zorros y no somos capaces de ver lo que nos espera, o nunca queremos creer los peores augurios. Queremos dejarlo un poquito mejor de lo que estaba, aunque la definición de “mejor” sea debatible en muchos aspectos. 

Y así, se nos llena la boca de “el futuro”, las generaciones venideras, esas buenas intencionas, de deseos, bla bla bla. Y de repente llega un día en el que de verdad quieres cambiar el mundo. Pero no como deseo sino como realidad. Un empujón a la voluntad. Es ese día en el que descubres que el instinto animal existe, en el que “mamá osa” pueda convertirse en una fuerza de la naturaleza. Un día en la vida empieza, un día en que comprendes que esa historia va a ser una historia de pequeñas despedidas continuas. Un día en el que mejorar el mundo significa intentarlo un poco todos los días. Y reventar y destrozarlo, y casi siempre saber, que hay una oportunidad de volver a intentarlo al siguiente.

Y te ves explicando la muerte, y la vida, y los círculos, y el cuerpo humano, y qué es una maravilla, y una desgracia. Explicas que 40 años no es exactamente ser muy viejito, ni cuatro ser muy mayor. Te encuentras preguntándote por qué hay que ser tan educado, y tan formal, y por qué hay tantas reglas, y por qué al final las usas (casi todas). Te ves enfrentándote al razonamiento diario, a veces aplastante, de la coherencia infantil. Te encuentras explicando qué es una broma y una mentira, y por qué, en el fondo, a nadie le gusta vivir rodeado de basura, o de miseria. Explicas que todo el mundo tiene algo hermoso, cuando tú mismo te lo repites para creértelo cada día. Y pides tiempo mientras corres. Y cada vez que explicas, te explicas. Y te das cuenta de que no sabes nada. Y aprendes (que siempre parecemos olvidarlo) que lo mejor no es siempre lo perfecto. 

Hace cuatro años decidí que quería mejorar el mundo. Y, así, nada más nacer, mis hijas me enseñaron que hay cosas que no cambian. Que nacer es un evento tan rutinario como extraordinario. Que querer cambiar el mundo es lo más normal de la tierra, y que, aunque no lo consiga, está bien que lo intente un poquito todos los días.

24 horas




¿Cuánto valen 24 horas para el Gobierno? Poca cosa a juzgar por la nueva decisión de que sólo se considere en la estadística como maltratolos casos en los que la mujer haya sido hospitalizada 24 horas. Excluye las heridas. ¿Cuánto vale la vida de una mujer? Poca cosa entonces. 

¿Qué son 24 horas? 24 horas para diferenciar una realidad cruel que pueden esconder bofetadas, puñetazos, patadas. Pueden ocultar humillación, vacío, dependencia. 24 horas que van a marcar la diferencia para miles de mujeres en España. Pero hacen falta 24 horas en el hospital para que las bofetadas duelan, los puñetazos rompan por dentro, la humillación haga mella y el vacío se transforme en dolor. 

Y marcarán la diferencia en las estadísticas. Qué fácil, como siempre. No lo veo, no lo cuento, no existe. Como el aborto. Como el amor homosexual y como tantas otras cosas. Si no se nombra, no existe. Si
no se cuenta, no es.

La sombra



La protesta de Ana empezó por la mañana. No iba a la escuela pero tenía otra cita. En la Alameda de Sevilla para pintar unas telas en el suelo. Después, por la tarde, ha quedado con sus padres y otros compañeros para ir juntos andando por el centro hasta la Plaza Nueva.  De camino, las preguntas y las respuestas: “¿Y qué es eso?”. “¿Tú, cuándo protestas? Cuando algo no te gusta. Pues están haciendo cambios en los colegios que no nos gustan. Y por eso vamos a protestar”.  Pero la protesta, la expresión del desacuerdo, puede ser una fiesta. Encontrarse con compañeros de clase en un entorno distinto, pasear por las calles, sentirse un poco protagonista. Tambores, música. 
 
Ana ya está en el corazón de la ciudad, como dicen los folletos.  Ana ve muchas camisetas verdes. Globos, tijeras de cartón, pancartas ingeniosas. Una peineta: “Estoy hasta el moño”.  Estaba entre gente conocida y desconocida. La manifestación no avanza. Parece que se están esperando unos a otros.  Al fin arranca, y los niños y niñas portan orgullosos sus telas de colores.  Y casi sin salir de la Plaza, llega la sombra. 

De negro, agresivos, gritando, con una pancarta engañosa, pero con banderas que les definen.  Alrededor de Ana la gente duda. “Pero si dicen no sé qué de la educación pública…”. “Estos no me dan buena espina”, dicen otros. La plaza y el arranque de la avenida contienen el aire. De repente, hay más gente caminando hacia atrás que hacia delante. Y Ana en medio.  Todo pasa muy deprisa. Una carrera. A  Ana la arrastran hacia un lado. La están quitando de en medio. Ve de lejos a la policía. 


… Y la plaza vuelve a respirar. Todos han soltado el aire. Han bajado los hombros. Ana, que no sabía por qué había contenido el aliento, se vuelve a relajar. Han sido minutos. Hay otra vez luz, voceros, protesta pero alegría. Ana sigue caminando, vuelve a su pancarta pequeña. Salta, camina, y empieza a cansarse. Está agotada antes de llegar al final  y sus padres se apiadan de ella y la llevan a casa. Ana está reventada. Mañana hay cole. Pero, ahí, en una esquina, Ana se ha quedado con la sombra. Y no le gusta.  

A mí tampoco.