¿No nos sabemos poner de acuerdo?

Niñas, vosotras os llamáis Rodríguez Hevia. Pero podíais haberos llamado Hevia Rodríguez. No me iba nada en ello (aunque tengo la secreta convicción de que el Rodríguez funcione como en el caso de Zapatero). La cuestión es que ya se puede.Por eso no entiendo el debate. El de los apellidos, digo. Desde 1999, en España, si la pareja lo decide, los niños pueden llevar el apellido de la madre. Así que, en esta ocasión, lo que cambia es solamente que, en caso de desacuerdo, se elige el primero por orden alfabético y no el del padre por defecto. Tampoco es para tanto.

No entiendo el debate porque no entiendo los argumentos.Los que están en contra, claro. Dicen que porque es una tradición, (me remito a una de las respuestas de la encuesta on line de 20 minutos sobre el tema que casi 3.000 personas suscriben). Ante eso se me ocurren dos cosas: una, que no siempre las tradiciones han de ser eternas o son buenas en sí mismas porque lleven mucho tiempo haciéndose (es una obviedad pero es un ejercicio que me gusta hacer de vez en cuando para no olvidarlo). Y otra, porque esta misma mañana, entrevistando al Catedrático de Historia Moderna de la UCO, Enrique Soria, comentaba al caso que en España, en realidad, hasta el siglo XVIII la cuestión era bastante aleatoria (así que dependerá de hasta dónde se remonte uno para aferrarse a la tradición).Sin ir más lejor, hay que recordar que invocando la sacrosanta tradición no hace tanto era casi obligatorio poner el nombre del santo, el nombre del abuelo, del padre, o de la madre a toda la descendencia. “Hombre, está claro qué nombre le vas a poner, ¿no?)”.

Ahora, gracias a dios, hay que ponerse de acuerdo para ponerle el nombre a los hijos. Como hemos tenido que ponernos nosotros. Y os hemos puesto nombres que no son típicos de la familia y, sobre todo, que nos gustaran a los dos.


Ante el argumento histórico, un muchacho en Twitter consideraba que aquella situación de antaño era un lío de mil demonios. Probablemente no le falta razón. Entonces. Pero, ¿dónde está el problema ahora que tenemos todo tan informatizado, burocratizado, registrado y fichado? ¿Por qué va a ser más difícil identificar cadáveres? (ese es otro argumento escuchado estos días). ¿Pero las identificaciones no se hacen ya con ADN? ¿Pero no estamos todos (o casi todos) registradísimos con nuestros datos en el aparato del Estado?

Así que volvemos al asunto del desacuerdo. Un catedrático de matemáticas de la Universidad de Cantabria asegura en una noticia que de aplicarse el orden alfabético desaparecerían todos los apellidos a lo largo del tiempo menos Abad. No seré yo la que cuestione el argumento del matemático. Sólo digo que le falta una variable: presupone que las parejas españolas no van a ponerse de acuerdo en la vida en el asunto de los apellidos. Hay poca fe en el diálogo de la pareja para estos críticos. En términos generales, parece cierto que  habrá apellidos que desaparezcan. Pero ¿eso no pasa ya con los apellidos de las mujeres?

El mejor argumento en contra de la medida es, sin duda, el de que va a provocar muchas más discusiones entre las parejas. No hay problemas: que sea uno el que decida los nombres de los hijos, el colegio, o el horario de llegar a casa. Que todas las decisiones, y no sólo el apellido, sean tomadas por uno de los dos sin consultar.  Seguro que no habrá peleas ni conflictos, sólo unos pocos divorcios más por no tener en cuenta la opinión de la pareja. Perfecto. Una idea buenísima.

Luego he escuchado argumentos más suaves. Me decían en el trabajo que no es un tema prioritario para el país. Fundamental en nuestras vidas, no es. Problemático, ¿por qué ha de serlo? De verdad, ¿Por qué hay discusión?¿por qué toda España habla del tema cuando efectivamente no pasa nada con el cambio? Lo que creo es que muchos españoles desconocían la posibilidad existente. Quizá algunos han preferido no enterarse. Lo que creo es que parece que es uno de esos detallitos que dan alegrías a muchos, entre los que me incluyo. Y a otros muchos, por motivos que me superan, les parecen estupideces, algo que se puede posponer, y que no hay prisa por arreglarlo; como tantas otras reivindicaciones pequeñas y grandes que llevan haciendo las mujeres desde tiempos inmemoriales. Todas se pueden dejar para otro momento, más adelante, dicen. Y no llegan. Sin ánimo de comparar el voto con los apellidos, sólo me gustaría recordar la defensa de Clara Campoamor por el voto femenino ante una cámara que argumentaba (incluidos miembros de los partidos de izquierdas) que "no era el momento".

Me parece que en estos temas entran a discutir siempre los mismos (incluida yo que me encantan estas reivindicaciones), porque les suena a un girito, una vuelta de tuerca más para las mentalidades patriarcales y hombrunas que siguen pensando, pese a todo, que el varón es el varón.

Lo que no sé es si aumentará la presión familiar. Porque mira que es grande con los nombres de los niños. Imáginate si ya estamos tocando el asunto del apellidos. Ahora se verá si el marido que considere que es mejor el apellido de la madre porque es más original o porque les gusta más a los dos, es tildado de "calzonazos" y si la familia política en cuestión no mira a la nuera con el gesto de "¿no serás capaz?".

En definitiva. Vosotras os podías haber llamado Hevia Rodríguez pero os llamáis Rodríguez Hevia. La verdad es que no me ha importado en absoluto. Que conste que sí deje caer la posibilidad. Para que no se dé por hecho. Aún así, me alegra saber que, de ahora en adelante, si tenéis niños en España, podréis ponerles el apellido que prefiráis.