El día en el que quise cambiar el mundo (a mejor)



Todos queremos cambiar el mundo de vez en cuando. Nos entran arrebatos. De una forma u otra. Cuando el mundo, la verdad, tiene millones de aspectos interesantes y hermosos que deberíamos conservar. Todos queremos cambiar el mundo, porque también está hecho unos zorros y no somos capaces de ver lo que nos espera, o nunca queremos creer los peores augurios. Queremos dejarlo un poquito mejor de lo que estaba, aunque la definición de “mejor” sea debatible en muchos aspectos. 

Y así, se nos llena la boca de “el futuro”, las generaciones venideras, esas buenas intencionas, de deseos, bla bla bla. Y de repente llega un día en el que de verdad quieres cambiar el mundo. Pero no como deseo sino como realidad. Un empujón a la voluntad. Es ese día en el que descubres que el instinto animal existe, en el que “mamá osa” pueda convertirse en una fuerza de la naturaleza. Un día en la vida empieza, un día en que comprendes que esa historia va a ser una historia de pequeñas despedidas continuas. Un día en el que mejorar el mundo significa intentarlo un poco todos los días. Y reventar y destrozarlo, y casi siempre saber, que hay una oportunidad de volver a intentarlo al siguiente.

Y te ves explicando la muerte, y la vida, y los círculos, y el cuerpo humano, y qué es una maravilla, y una desgracia. Explicas que 40 años no es exactamente ser muy viejito, ni cuatro ser muy mayor. Te encuentras preguntándote por qué hay que ser tan educado, y tan formal, y por qué hay tantas reglas, y por qué al final las usas (casi todas). Te ves enfrentándote al razonamiento diario, a veces aplastante, de la coherencia infantil. Te encuentras explicando qué es una broma y una mentira, y por qué, en el fondo, a nadie le gusta vivir rodeado de basura, o de miseria. Explicas que todo el mundo tiene algo hermoso, cuando tú mismo te lo repites para creértelo cada día. Y pides tiempo mientras corres. Y cada vez que explicas, te explicas. Y te das cuenta de que no sabes nada. Y aprendes (que siempre parecemos olvidarlo) que lo mejor no es siempre lo perfecto. 

Hace cuatro años decidí que quería mejorar el mundo. Y, así, nada más nacer, mis hijas me enseñaron que hay cosas que no cambian. Que nacer es un evento tan rutinario como extraordinario. Que querer cambiar el mundo es lo más normal de la tierra, y que, aunque no lo consiga, está bien que lo intente un poquito todos los días.

24 horas




¿Cuánto valen 24 horas para el Gobierno? Poca cosa a juzgar por la nueva decisión de que sólo se considere en la estadística como maltratolos casos en los que la mujer haya sido hospitalizada 24 horas. Excluye las heridas. ¿Cuánto vale la vida de una mujer? Poca cosa entonces. 

¿Qué son 24 horas? 24 horas para diferenciar una realidad cruel que pueden esconder bofetadas, puñetazos, patadas. Pueden ocultar humillación, vacío, dependencia. 24 horas que van a marcar la diferencia para miles de mujeres en España. Pero hacen falta 24 horas en el hospital para que las bofetadas duelan, los puñetazos rompan por dentro, la humillación haga mella y el vacío se transforme en dolor. 

Y marcarán la diferencia en las estadísticas. Qué fácil, como siempre. No lo veo, no lo cuento, no existe. Como el aborto. Como el amor homosexual y como tantas otras cosas. Si no se nombra, no existe. Si
no se cuenta, no es.

La sombra



La protesta de Ana empezó por la mañana. No iba a la escuela pero tenía otra cita. En la Alameda de Sevilla para pintar unas telas en el suelo. Después, por la tarde, ha quedado con sus padres y otros compañeros para ir juntos andando por el centro hasta la Plaza Nueva.  De camino, las preguntas y las respuestas: “¿Y qué es eso?”. “¿Tú, cuándo protestas? Cuando algo no te gusta. Pues están haciendo cambios en los colegios que no nos gustan. Y por eso vamos a protestar”.  Pero la protesta, la expresión del desacuerdo, puede ser una fiesta. Encontrarse con compañeros de clase en un entorno distinto, pasear por las calles, sentirse un poco protagonista. Tambores, música. 
 
Ana ya está en el corazón de la ciudad, como dicen los folletos.  Ana ve muchas camisetas verdes. Globos, tijeras de cartón, pancartas ingeniosas. Una peineta: “Estoy hasta el moño”.  Estaba entre gente conocida y desconocida. La manifestación no avanza. Parece que se están esperando unos a otros.  Al fin arranca, y los niños y niñas portan orgullosos sus telas de colores.  Y casi sin salir de la Plaza, llega la sombra. 

De negro, agresivos, gritando, con una pancarta engañosa, pero con banderas que les definen.  Alrededor de Ana la gente duda. “Pero si dicen no sé qué de la educación pública…”. “Estos no me dan buena espina”, dicen otros. La plaza y el arranque de la avenida contienen el aire. De repente, hay más gente caminando hacia atrás que hacia delante. Y Ana en medio.  Todo pasa muy deprisa. Una carrera. A  Ana la arrastran hacia un lado. La están quitando de en medio. Ve de lejos a la policía. 


… Y la plaza vuelve a respirar. Todos han soltado el aire. Han bajado los hombros. Ana, que no sabía por qué había contenido el aliento, se vuelve a relajar. Han sido minutos. Hay otra vez luz, voceros, protesta pero alegría. Ana sigue caminando, vuelve a su pancarta pequeña. Salta, camina, y empieza a cansarse. Está agotada antes de llegar al final  y sus padres se apiadan de ella y la llevan a casa. Ana está reventada. Mañana hay cole. Pero, ahí, en una esquina, Ana se ha quedado con la sombra. Y no le gusta.  

A mí tampoco.

La era de los culpables


Somos culpables. O eso parece. No es algo original. Ya se lo decían a Eva y a Adán, así, desde el principio. Y el asunto es que debe funcionar porque periódicamente se vuelve a utilizar. Así lo veo. En la España de los recortes indebidos, todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario.

Hay algunas personas que no van a clase y se quedan en la cafetería, subamos las tasas universitarias a todos por si acaso hay tentaciones.
Hay algunos que defraudan con el IVA, penalicemos a toda la población con una subida lineal.
Hay algunas personas que estafan con las bajas laborales, penalicemos todas las bajas.
Hay personas que se aprovechan del sistema de desempleo, penalicemos a todos los desempleados.
Hay quienes abusan de los recursos judiciales o acuden a la justicia con demandas banales. Culpables todos por si acaso.
Somos culpables por tener una enfermedad crónica. Y en breve, seremos culpables por enfermar de cualquier cosa, como en Portugal.
Somos culpables. O eso quieren. Que nos sintamos culpables. Culpables de pedir, de tener derechos, de exigirlos. Que no son regalados, que han sido peleados por otros para que nosotros vivamos mejor.
Si ya nos sentimos culpables hasta por tener un empleo ("da gracias que ...", "Con los tiempos que corren") . Y no lo somos. No se dejen engañar. Estoy pensando en montar una revolución personal, un acto de insumisión interior. Señores, señoras, soy inocente. Porque todo esto es un truco.

Yo creo que el método lo han aprendido de alguna película futurista con capítulo de sometimiento de planetas y andan haciendo experimentos. O siendo más realista, están remasterizando los grandes éxitos medievales. Una versión del "arrepentíos" de toda la vida pero con lustre del siglo XXI. O eso, o que se han tomado muy a pecho aquello de vale la parte por el todo.

Los culpables somos todos... menos los responsables. Porque si las medidas que están tomando no funcionan, sólo serán las urnas las que castiguen. Y eso con suerte, que lo de dimitir por la consecuencia de sus medidas o sus actos no está en el libro de instrucciones. Porque Güemes no se siente ni un poquito culpable por privatizar un servicio y luego ganar dinero con él. Ni Rato parece sentirse muy culpable de rematar la privatización de Telefónica y acabar cobrando por asesorales. Ni Cospedal por cobrar lo que cobra mientras pide austeridad y cinturón estrecho. Ni siquiera Rubalcaba por las decisiones equivocadas del ejecutivo anterior o por tardar en reaccionar y no dar respuesta. Tampoco los gestores de los bancos y las agencias de calificación que nos están "guiando" por este calvario (eso sí, en eso sí somos democráticos: sus errores los pagamos todos). Ni los malos gestores de empresas que están aprovechando la palabra crisis    para limpiar y despedir.

Y yo me siento culpable por muchas cosas. Es un asunto cultural arraigado y profundo. Vamos, que a veces me siento culpable hasta de tirar las migas de pan a la basura. Pero no de tener derechos. Eso no, oigan. Eso no. Por la era de los culpables no paso.